Archivos para octubre, 2014

EL DÍA DE LOS MUERTOS

Publicado: 27 octubre, 2014 en Pensamientos

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El Día de Muertos (Day of the Dead) tal y como se conoce hoy en día en México y en las zonas de Estados Unidos con mayor población hispana, tiene sus antecedentes en las celebraciones que realizaban los pueblos aztecas burlándose de la muerte. Los colonizadores españoles, cuando llegaron a las costas de México, observaron con malos ojos este festival pagano donde la muerte era ridiculizada y un motivo casi festivo, y trataron de reprimirlo por todos los medios. En la mentalidad ultracatólica de los conquistadores venidos de España la muerte era el fin de la vida y por lo tanto un hecho digno del máximo respeto. Para los mexicas o aztecas la muerte sólo era una puerta hacia otra vida y por lo tanto, motivo de gran alegría. Para ellos, para los pueblos precolombinos del viejo México, la vida es sólo un sueño, y tras la muerte se encontraría la verdadera vida, la auténtica realidad.

Como ya decíamos en la “Historia de Halloween”, cuando dos culturas distintas se superponen en el mismo territorio, las opciones pasan por la convivencia o por la erradicación de una de ellas. El ritual de adoración a Mictecacihuatl (Diosa azteca de la muerte) era observado desde hacía al menos dos milenios, en el noveno mes del calendario solar de los Aztecas, aproximadamente a comienzos de agosto en el calendario cristiano. Los intentos de las autoridades católicas para sofocar este ritual indígena pagano y burlesco, fracasaron.

Para darle un aire más cristiano, los sucesivos gobernantes, ya educados en el Catolicismo, hicieron coincidir la “fiesta de los muertos” con el día de Todos los Santos (1 de noviembre) y con el día de Todas las Almas o Todos los Difuntos (2 de noviembre).

¿Cómo se celebra el Día de los Muertos (Day of the Dead) hoy? El Día de Muertos (Day of the Dead) es hoy un evento de carácter familiar con un profundo significado: los espíritus de los muertos visitan la tierra. Este hecho para ellos es motivo de reflexión. No es algo triste ni horroroso.

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En estas fechas, en el interior de México, la gente visita las tumbas de sus familiares y las decoran con cirios y flores. Llevan juguetes para los niños muertos y botellas de tequila para los adultos. Se acomodan en «mantas de picnic» al lado de las tumbas y toman la comida favorita de sus seres queridos.

En el México urbano y en Estados Unidos, la gente erige pequeños altares en sus hogares. Sobre estos altares colocan fotos de sus familiares difuntos rodeadas de velas, candelarias y flores. También suelen poner la música favorita de los seres queridos que se han ido y colocar sobre dicho altar su comida preferida. Son humildes ofrendas que gustan a los muertos.

Otros, imitando las viejas tradiciones aztecas más primitivas, colocan sobre esos altares unas calaveras de madera, llamadas calacas, en honor de sus familiares difuntos. También realizan calaveras de azúcar (sugar skulls), para dar a entender que el tránsito hacia la otra vida debe ser algo dulce.

¿Qué son los Muertos Chiquitos? Como curiosidad, muchos creen que en estos días (1 de noviembre y 2 de noviembre), las almas de los muertos vienen al mundo de los vivos; pero Dios quiere que el espíritu de los niños muertos, los llamados angelitos, regresen en primer lugar (sobre el 30 y 31 de octubre, según lugares), antes que las almas de los mayores. Para ellos, para los angelitos o muertos chiquitos, se construyen altares especiales, más pequeños, donde hay copas con salsa no picante y trocitos de “pan de muerto” (bread of the dead). En este caso, el 30 o el 31 de octubre se celebra el Día de los Muertos Chiquitos.

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EL RETRATO OVAL de Edgar Allan Poe

Publicado: 14 octubre, 2014 en Pensamientos

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El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento -pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquellas.

Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro. El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura. Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.

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Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sulli. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de mi semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenía que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un sólo instante. Pensando intensamente en todo eso, me quedé tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que se designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:

Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. El, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida en el arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que aparecían en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara.

Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba:

¡Ciertamente, ésta es la vida misma!», y volvióse de improviso para mirar a su amada…

¡Estaba muerta!

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Edgar Allan Poe

El retrato oval es un relato corto escrito por el escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Se escribió en el año 1842 y su título originariamente fue «La vida en la Muerte». Este texto, que puede ubicarse en la serie dedicada a las musas muertas, se destaca por la sutil condensación de los motivos: una reflexión sobre el arte, una reflexión sobre el amor y la visión alucinada de un objeto mágico. Se ha dicho que el retrato del cuento remite a un retrato en miniatura de su madre que Poe conservó siempre consigo.